jueves, 20 de noviembre de 2014

Siempre me ha gustado hablar en tercera persona. En primera serían demasiadas ruinas juntas.

Ella volaba como lo hacen los pájaros nada mas nacer y abrir sus alas. Ella era un terremoto cada vez que salía por esa puerta. Ella fue astronauta en cada lunar de su espalda. Fue náufraga de aquella isla que escondían sus ojos. Ella no creía en el amor. Lo daba todo porque no se acabara la ilusión, la de su niñez. Ella fue la guerrera más valiente y la peor delincuente. No tenía miedo a nada. Ni siquiera al invierno. Ella destruía puentes que tontos hombres crearon para poder acercarse. Ella era más inteligente que un zorro y más aguda que un águila. Ella era libre de todo pecado. Ella navegaba en sus pensamientos mientras encendía otro cigarro en la ventana de su patio. Ella no sabía, pero siempre acertaba. Ella era la flor más bonita de aquel jardín lleno de espinas. Ella era la del corazón intocable y la mirada fría y calculadora. Ella era mejor que aquel mordisco del primer helado que comemos en verano. Ella hablaba y el sol salía a escucharla. Ella gritaba para liberarse de aquellas penas que la consumieron tiempo atrás, pero también lo arreglaba cada sábado con su copa. Ella susurraba y ponía la piel de gallina a todos esos valientes que probaban suerte. Ella no mentía, callaba. Ella caminaba como si cien tsunamis se acercasen a ti para pedirte un mechero. Ella se soltaba el pelo y ningún amanecer podía hacerle sombra. Cuando ella se reía era como si miles de fuegos artificiales ilegales estallasen en el pecho. Ella era fuerte.

Ella siempre resucitará como el ave fénix de sus cenizas.
Ella sí.
Ella eterna.

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